La naturaleza al igual que la vida de las personas está llena de hermosa sencillez. ¡Cuán acostumbrados estamos a oír historias complicadas, a veces retorcidas hasta el límite de la imaginación!.
Los relatos, a veces ciertos y reales, pueden convertirse en pura ficción pintada a modo de caricatura macabra y deformante, para de este modo captar la atención de posible lector.
En otras ocasiones, una historia se convierte en algo tan exquisito e idealizado, que nos hace sentir seres insignificantes a los que de manera normal pasamos por la vida. No por ser sencilla la vida de cualquier ser deja de tener belleza.
O..., ¿no es hermosa la vida de un centenario árbol, de una grácil gacela, o la de un multicolor pajarillo? ¿Cuándo llega a ser vulgar la existencia de cualquiera de estos seres? La respuesta es bien sencilla: cuando al pajarillo se le encierra en una jaula, a la gacela se le lleva a un zoológico o al árbol se le convierte en ridículo bonsai. A mi entender, no llevan razón aquellos que tachan de vulgar a otros por el simple hecho de no profanar los principios naturales para los que todo ser viviente fue creado.
Creo que las historias más sublimes y hermosas son las que quedaron en el recuerdo de nuestra ya lejana niñez. Porque sólo entonces pudimos ser pajarillo sin jaula, gacela en libertad o árbol silvestre.
Cuando nuestra diaria preocupación era ir al colegio bajo la lluvia o el sol a través de unas calles tranquilas, sin coches, sirenas o semáforos. Jugar en una apacible plazoleta con bolindres de arcilla pintados de colores, huesos de albaricoques, la codiciada bola de acero, el bailarín trompo de madera, o el hermoso pandero hecho con cañas y papel de periódico que volaba majestuoso en las afueras de la ciudad.
Me viene al recuerdo aquel carrito de madera que rodaba sobre viejos cojinetes con el que bajábamos endiabladamente por la pendiente calle. También aquella llanta oxidada de bicicleta dirigida por una guía de alambre con la que paseábamos orgullosos delante de las niñas que jugaban a la comba. Todo ello en contraste con el vistoso coche teledirigido, la consola de videojuegos o los verdes e infernales monstruos de plástico con el que se asesina la imaginación del niño actual.
Recuerdo aquel gran “tesoro” de conchas y trozos de loza escondidos en un hoyo como oculto valor secreto que destapábamos a diario sólo para ver si seguía allí; hasta que un día otro niño lo descubría y saqueaba obligándonos a hacer otro en un lugar más seguro.
La cabaña de palmas y palos que, en un bosquecillo cercano, era nuestro más apreciado refugio en las tardes lluviosas de otoño, cuando nos cobijábamos en ella para sentir el inmenso placer de ver llover comprobando que nuestra obra nos protegía del agua. Unos granos de trigo depositados en el solar de la derruida casa de enfrente se transformaban en hierba y luego en espiga, causándonos la infinita satisfacción de haber obtenido nuestra particular cosecha.
Una casa contigua en la que vivía nuestro amigo de siempre y donde había una cuadra, nos hacía soñar con poseer uno de aquellos caballos cartujanos con el que poder ir a la feria al igual que sus acaudalados propietarios. Un pajar en la parte superior de aquella estancia; oscuro, misterioso, donde sólo se podía subir trepando, para, por un pequeño agujero en la pared, contemplar inocentemente a una hermosa niña de ojos azules peinar sus rubios cabellos frente al espejo.
La sirena de la gran bodega cercana que nos decía a las ocho que había que dejar la cama para ir al colegio. Una tartana tirada por un mulo que traía diariamente la leche para el desayuno, mientras, una vieja pregonaba cada mañana: ¡¡molletes calentitooos, que calentitos van!!, y un chaval de la casa de al lado ensillaba su burrito para ir a trabajar al campo. Poco después el repartidor de correos con voz de tenor gritaba desde la puerta: ¡el carterooo!.
Un palomar en nuestra azotea nos infundía el ardiente deseo de volar por el cálido aire de las tardes de verano en las que, tumbados en una hamaca, oíamos por la radio a Valderrama o Caracol a la vez que calmábamos nuestra sed con el agua de un fresco botijo.
Así transcurría apaciblemente la vida de aquellos años cincuenta en un patio cubierto por enredadera y jazmín. Patio grabado a fuego en mi mente y que en los domingos estivales hacía de humilde sucedáneo de playa o piscina, al colgar en alto una lata agujereada por la que salía el agua que un tubo de goma llevaba hasta a ella desde un grifo. Agua que, al caer sobre nuestros cuerpos semidesnudos, nos hacía evocar aquella maravillosa playa de El Puerto a la que solamente teníamos acceso una o dos veces al año.
No existe un recuerdo más hermoso que el de aquellos domingos en los que la playa era nuestra al fin tras los correspondientes preparativos del día anterior: comprar alpargatas de esparto, un sombrerillo de paja y preparar la comida que nos llevaríamos. Un levantarse al amanecer y caminar hasta un tren que nos llevaría a un paraíso de arena y mar. Una imborrable jornada que nos serviría de apoyo y nostálgico recuerdo para todo el año.
Este era el transcurrir de una infancia sencilla al sur de una Andalucía apacible, en una vieja ciudad con afanes de pueblo, en una casa encalada, con un patio, un jazmín, un palomar, un corral, ventana verde y azotea desde donde se veía la torre de la iglesia Colegial.
Con el paso de los años notamos que algo extraño pasaba. La voz se nos tornaba grave y el vello asomaba a través de nuestra piel. De pronto nos dimos cuenta que estábamos dejando de ser niños y comenzamos a soñar. Soñamos con un mundo pintado de azul y un amor maravilloso entre románticas melodías de Modugno que desde Italia nos hacían volar.
Terrazas de cine en verano, comedias de lujo americano, ensueños de amor italianos, monedas en la fuente, vacaciones en Roma o Capri con Maruzella y Diana. ¡Cuantas historias en la mente adolescente transformándose continuamente en maravillosos sueños! Cuantas quimeras en Roma, Venecia, París o Nueva York.
Luego, un primer sueño de amor adolescente no correspondido, un segundo amor que si lo fue y las circuntancias lo hicieron fracasar, quedando para siempre en nuestros recuerdos. Guateques de azotea al ritmo de Carosone, Marini, Anka o Latinos. Ilusión de un futuro que haría realidad todos los sueños y nos igualaría a los galanes de las películas. Dinero, brillante futuro, coche, viajes, amor; todo se presentaba cual maravilloso escaparate.
Inesperadamente y al ritmo de “rock and roll” que, como algo mágico nos llegó desde una ciudad norteamericana llamada Menphis, nos enteramos que ya éramos adultos cuando nos colocan un uniforme de soldado que, al quitarlo pasado un tiempo, nos deja al descubierto un mundo que en nada se parecía al que soñamos, invadiéndonos un sentimiento de frustración al descubrir que eran sólo eso: Sueños.
¡Sí, sí, cantad, soñad niños pobres! Pronto al amanecer de vuestra adolescencia la primavera os asustará como un mendigo, enmascarada de invierno. ¡Vámos Platero!
Esta es una simple historia de la sencillez de una infancia y adolescencia: la de un ser al que se le puede llamar vulgar, como vulgar puede ser la historia de la mayoría de las personas. Simplezas que son hermosas, porque llenan el alma en el recuerdo y ello forma parte de la propia existencia.
Antonio Mariscal Trujillo
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