Estampa de otros tiempos
Media docena de piezas de tela sobre
su hombro y un abultado talonario con cubiertas de hojalata en la mano era todo
el bagaje de un ambulante oficio: Ditero.
El hombre penetra bruscamente en una
casa. Antigua casa señorial de noble y acaudalada familia de terratenientes,
que un siglo atrás fuese vendida por herederos venidos a menos para ser
alquilada por habitaciones. Su patio principal aún delataba la huella de un
pasado esplendoroso. Viejos artesonados de madera en las galerías; en sus
paredes, entre múltiples desconchones, restos de lo que un día fuesen
bellísimos frescos. Una docena de hermosas columnas corintias de mármol blanco
sostenían otros tantos arcos de medio
punto, adornados éstos con profusas yeserías ya casi tapadas por infinitas capas
de cal. Todo en aquella casa daba fe de lo efímeras que son de las riquezas.
Casas de vecinos, patios andaluces,
centros de reunión, ocio, comadreo y folclore. Ágoras de implacable audiencia
donde se juzgaban actitudes comportamientos y pecados; pero también espacio
abierto a la solidaridad en caso necesario. Como mudo testigo de ese pequeño
universo, un viejo níspero rodeado de macetas con azucenas y geranios en el que
habitaba un camaleón.
A la puerta de la casa el
hombrecillo cargado con su mercancía al hombro se asoma y lanzando una gran voz
exclama: ¡el diteroooo!.
En pocos segundos y como soldados al
toque de fajina, media docena de mujeres bajan por la escalera de piedra roja.
El ditero suelta su pesada carga sobre una vieja silla de anea, y abriendo su
talonario anota cuidadosamente las monedas que cada una de las mujeres le va
entregando. Operación repetida cada día entre su modesta clientela por las distintas casas del barrio.
Terminada la diaria recaudación,
Manolín que así se llamaba el ditero, con habilidad pasmosa coge su mercancía y
la carga sobre el hombro con la misma rapidez que un soldado haría lo propio
con su fusil. En esto se oye la voz de una muchacha que desde el piso de arriba
exclama:
- ¡Manolín espera!
- ¡Manolín espera!
- ¿Qué quieres Carmela?
- Mira que he visto ese percal estampado y si me lo dejas
arregladito te compro cuatro metros.
- ¿A cuanto me lo vas a dejar?
- A dos duros el metro, contesta el ditero sin titubeo
- ¿A dos duros? ¡Que barbaridad, anda que no eres carero
ni ná! A lo mejor te has creído que yo soy la marquesa de la casa grande.
- Mira Carmelita, una tela como esta no la encuentras en
ninguna tienda por este dinero, y aunque así fuera, la tendrías que pagar con
el dinero en la mano, y a mí sabes que me la puedes pagar cuando quieras.
Carmela dejó volar su imaginación de adolescente y se vio por unos
momentos en al paseo de la Alameda con su vestido de percal estampado ajustando
su menudo talle. Este iba a ser el verano de su vida, el que tantas veces
soñara. Iba a encontrar el ansiado amor, su príncipe azul. Apuesto galante,
cariñoso, educado..., no uno de esos jóvenes incultos como los que vivían en su
calle. Su amor no sería un tipo vulgar como ellos, sería por lo menos
escribiente. Si de esos que trabajan en oficinas y van siempre con corbata y
cuello almidonado.
Todos sus sueños
desfilaron por unos instantes por su romántica cabecita, y extasiada quedó al
contemplar tras una nube blanca de algodón a un apuesto galán que, cogiéndola
de la mano, la invitaba a subir a una soberbia carroza la conduciría hasta una
preciosa capilla donde estaban preparados los desposorios.
Diteros, foto: Carmelo Pérez Benítez |
El ditero a su vez,
mirando las flores dibujadas en la tela vio como entre ellas aparecía un
luminoso escaparate que decía: “Tejidos Manolín”. En el interior, un precioso
mostrador abarrotado de gente que compraban y pagaban al contado en una caja
registradora en la que se encontraba Carmela ya convertida en su esposa.
Carmela y Manolín
despertaron de sus sueños y aquellos cuatro metros de percal, con la llegada del
estío, hicieron realidad el afán de la niña y en el paseo de la Alameda su
escribiente encontró.
Cuatro años de noviazgo. Juventud de renuncias para formar hogar, y cada peseta invertida en ajuar. Piso en apartado barrio, boda de blanco en la Colegial. Convite, invitados, marcha nupcial, luna de miel en Granada, el sueño hecho realidad. Cinco hijos tuvieron a razón de uno anual.
Y los años pasaron, los
hijos crecieron, los sesenta Carmela cumplió trabajando hasta la extenuación.
Cocina, lava, plancha, friega...
El tiempo pasó
la belleza marchitó,
la sonrisa borró,
y las noches
quedaron sin amor.
Padres que un
día se fueron,
añoranza de
patios en flor.
Veranos en la Alameda,
bella melodía olvidó.
Noche andaluza estrellada,
luna que tal
vez menguó.
Bata de percal estampada,
breve cintura
guardó.
Manolín ya no
vocea en el portal,
ahora tiene tienda en la calle principal.
Escaparate
luminoso, tarjeta de
plástico para cobrar.
Ya no tiene
talonario con tapas de metal,
sólo espalda
dolorida, viejo de tanto luchar.
Cicatrices en el alma,
ilusiones de
amor perdidas,
caudales conquistó,
la felicidad
nunca halló.
Niña adolescente, hombre
trabajador,
que un día en un patio
soñaron con un futuro mejor.
Antonio Mariscal Trujillo
Me encanta, me lleva a mi infancia a las larguísimas tardes estivales, a la indolencia de aquellos veranos.
ResponderEliminarGracias por tan bonito recuerdo!