Mi viejo
pino
Siempre guardaré en mi mente el
recuerdo aquel viejo pino que había en la Alameda Vieja frente a la
bodega de los González. Centenario, enorme, soberbio, frondoso como ninguno.
Refugio de los pajarillos para anidar con segura protección, porque jamás nadie
había podido alcanzar su copa. Siempre lo tuve como algo mío, sólo mío y que
nadie me podía arrebatar. A sus pies yo jugaba de pequeño con las flores de las
jacarandas que el viento de levante arrastraba hasta allí. El hermoso aroma que
aquel pino desprendía en verano es algo que a fuego tengo guardado en ese lugar
que debe haber en el cerebro donde se archivan los olores de la infancia.
Luego, cuando fui mayor, cada vez que
pasaba por allí me paraba bajo su sombra, aspiraba su aroma y, como por arte de
magia, aquel pino de la
Alameda me hacía volar hasta la niñez. Fue lo único que nunca
dejó de ser grande al crecer yo como diría Juan Ramón Jiménez
Pasó el tiempo, y un día aparecieron
por allí grandes máquinas y excavaron la tierra para construir un aparcamiento
subterráneo. Aquella infernal maquinaria arrancó sin piedad parte de las raíces
que alimentaban a mi pino, las demás, aprisionadas entre el hierro y el
hormigón, se quedaron sin tierra para alimentar al gigante y sin agua para
darle de beber. Así el pino de la
Alameda fue entrando en declive y muriendo en lenta agonía.
Comenzaron a secarse muchas de sus frondosas ramas que fueron cortadas para
evitar que cayeran al suelo. Un día comprobé, con gran dolor, cómo aquel
centenario árbol había desaparecido, lo habían talado sin piedad. La tristeza
que sentí fue infinita, como si me hubieran arrancado parte de mi alma, de mi
vida. Ya nunca más sentiré el perfume de mi viejo pino, y nunca más aromará mis
recuerdos, sólo quedaron allí las moradas flores de las jacarandas arrastradas
por el viento de levante.
Antonio Mariscal Trujillo
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